A conoció a L una tarde opaca de
Julio. Se encontraron en una estación de metro y caminaron sin rumbo por las
calles atestadas de turistas.
L vestía jeans apitillados, una
chaqueta de cuero y su pelo caía como una cascada hasta la mitad de su espalda.
A hizo un esfuerzo por verse lo menos llamativa posible, cuidó el maquillaje y
se preocupó de parecer una mina relajada. En general siempre lo era, pero el
miedo de no gustar en la primera cita la hizo pararse a pensar en los detalles
más nimios de su persona.
L hablaba rápido. A ya lo había
comprobado mediante un par de conversaciones telefónicas, en donde en varias
ocasiones se rio por inercia, consciente de que no había entendido ni una
palabra de lo dicho, y rogando al mismo tiempo para que L no la descubriera.
Conversaron varias horas sobre
sus intereses sentados en la banca de un parque. Tenían varias cosas en común,
sin embargo, A había aprendido a lo largo de los años que eso no era suficiente
para arriesgarse con alguien. No obstante, algo la cautivó. Le pareció tierno
que L pasara los primeros 45 minutos sin poder mirarla a los ojos, la
sorprendió que su postura política fuera similar a la de ella y que estuviera
interesado en escuchar lo que tenía para decir acerca de su carrera y sobre
algún dato banal e irrisorio.
-¿Te gustaría ir a tomar algo?
Está haciendo un poco de frío – Señaló L.
-Ok, pero movámonos ahora antes
de que termine por congelarme – Respondió A.
Se levantaron y caminaron entre
las sombras de los árboles hasta que llegaron a un local que no inspiraba
demasiada confianza. A no era exquisita en ese tipo de cosas, solo le molestaba
que el lugar tuviera una gran longitud y que al mismo tiempo fuera estrecho, no
era simétrico y eso la enervaba un poco.
En ese lugar, A sintió por fin la
mirada cálida de L sobre ella sentados en torno a una mesa, entre cervezas y
cigarros encendidos. La primera mirada de las muchas sucesivas que vendrían tras
ese encuentro.
-Tengo frío- dijo A- mis manos
están heladas. Y L le tomó las manos entre las suyas.
-Que bonito este anillo- dijo.
-Me lo trajo una amiga de un
viaje, nunca más me lo saqué- respondió A sin saber con qué más rellenar. Le
costaba trabajo sostener la mano de L sin ponerse en evidencia. De pronto él
dijo:
-¿Tienes algo que decirme? ¿Acaso
no pregonas ser directa para todo?
- No tengo nada que decirte L-
respondió A con una sonrisa maliciosa y lo dejó acercarse.
Le pareció que llevaba años esperando ese beso,
como si esta vez realmente fuera distinta, como si L fuera el tipo de sujeto
que siempre había anhelado tener a su lado después de escuchar tantas rock
ballads.
Salieron del local inmersos en su
propio mundo, ese que había sido creado cinco minutos atrás dentro del bar. L
tomó la mano de A y caminaron por la gran avenida que se abría con un estallido
de colores y sonidos hechos para ellos.
Pero A cometió un error. Mientras
afirmaba con fuerza la mano de L no podía dejar de pensar en Jorge González y
su “Amiga mía”. Ella no supo nunca que desde ese momento todo estaba destinado
al fracaso.